27 Jan
27Jan

En la guerra, la moralidad de la sociedad burguesa se pone patas arriba: Lo que en tiempos de paz no está permitido a la gente bajo ninguna circunstancia –matar a otras personas– esto ahora se le ordena que lo haga; el derecho a la vida, cuya protección es uno de los valores más elevados de la constitución estatal, está sustituido por el deber de sacrificar la vida por el estado. El cambio tan profundo de los valores hace de la guerra un máximo desafío moral, de manera que la guerra provoca –precisamente– la necesidad de justificación. Líderes de opinión importantes y menos importantes con toda seriedad responden a la pregunta de para qué bando y por qué razones la gran matanza está bien. Tanto el partidismo incondicional, con el que en el Occidente de la OTAN se reparte culpa e inocencia en las guerras actuales y se sabe distinguir entre el derecho y el no derecho a bombardear, como también la pregunta de si es lícito hacer lo que hacen o cuál bando tiene derecho para hacer lo que hace (a la que algunos responden de forma diferente) es un completo error.

Es que los bandos en guerra sí tienen todo permiso para hacerlo. O por decirlo de un modo más correcto: "permiso" no es un criterio adecuado para juzgar las acciones de los más altos poderes, los poderes estatales, porque estos no conocen ninguna ley por encima de ellos y superior a ellos mismosy esto lo demuestran con suficiente claridad cuando libran la guerra para determinar cuál de ellos puede con el otro y cuál tiene que aguantar eso. Si, después de la guerra, negocian una paz con relaciones clarificadas de superioridad y subordinación, ni siquiera entonces acatan ninguna ley, sino que establecen nueva ley. El papel imaginario de juez, que todos y cada uno puede y debe asumir, y los juicios con los que aprueban un bando y desaprueban el otro o desaprueban todos por igual, no cambian nada sobre la guerra, su curso o su resultado. No alcanzan a los enjuiciados. Pero sí cambian algo con los mismos jueces profanos: Incluso en la guerra, los que solo son afectados, que no tienen nada que decir ni decidir sobre el curso de la guerra, que están usados como la masa humana de maniobra de los comandantes políticos de la guerra, no obstante mantienen la ilusión como si ellos mismos fueran los verdaderos jueces y comandantes, como si ellos mismos hubieran encargado a los políticos que hicieran la guerra. De este modo, se convierten parcialmente en partidarios de un bando. Con todo, participan en la guerra adquiriendo un punto de vista muy constructivo con el que distinguen entre lo correcto y lo incorrecto de todo matar y morir.

Nunca el antagonismo entre el estado y el ser humano es tan claro y feroz como en la guerra y, al mismo tiempo, nunca se insiste tanto en que ambos son inseparables e indisolublemente unidos.


De qué se trata en una guerra, no es ningún secreto. Los jefes políticos de la guerra lo dicen muy claro, sólo hay que escucharles: el presidente ucraniano Selensky, por ejemplo, defiende la soberanía y la integridad territorial de su país contra un ataque ruso y jura que no terminará la guerra hasta que los rusos sean expulsados de cada metro de suelo ucraniano, incluida la Crimea. Es decir, hay que matar y morir para que el poder del gobierno en Kiev mande también en Donetsk y Sebastopol y que ningún otro régimen político limite el dominio sobre la tierra y la gente en el territorio reclamado y restrinja la libre decisión soberana del gobierno en Kiev. Con este derecho a definir el alcance de su propia soberanía el gobierno no se hace dependiente de si la gente que vive en Crimea o Donbass prefiere ser rusa o ucraniana. No se les pregunta. En general, Selensky no justifica sus pretensiones de poder, no explica a sus ucranianos por qué la Crimea debe ser devuelta a su imperio y qué ganarían con ello. El anuncio del objetivo de guerra ya es su propia justificación y para los ciudadanos un imperativo que no pueden evitar.Todo parece que "Ucrania" es la oposición más dura a la vida de los que tienen que arriesgar y sacrificar su vida para esta cosa llamada "Ucrania", y no importa si lo hacen gritando ‚viva la Ucrania’ o no. "Ucrania", esto no es "la gente común y corriente ucraniana", sino el mando político al que la gente obedece. Pues los que están muriendo no han elegido al enemigo. Tampoco han adquirido los medios con los que lo combaten a riesgo de sus vidas. Han sido reclutados, uniformados y equipados dentro de un aparato de poder político. Ucrania es, ante todo, esta misma relación: la separación entre titulares y funcionarios del poder estatal por un lado, y por el otro aquellos que estos envían para luchar ya que son la base y el instrumento de su poder. Esta oposición se está llevando a cabo con toda determinación contra la „gente ucraniana“. ¿Qué ocurre con aquellos para quienes es más importante su propia vida que el alcance del poder del estado? Las personas que quieren escapar son capturadas, los desertores son encarcelados, los llamados colaboradores son víctimas de asesinatos de los servicios secretos.

Para la autoafirmación de su poder soberano, los dirigentes ucranianos no solo queman generaciones enteras sino aceptan también la destrucción de todo lo que es condición de vida en el territorio nacional, en el que y de lo que vive la población local. Una ciudad perdida al enemigo ya no existe para la sede de gobierno porque ya no tiene más el mando allí. Peor aún, se convirtió en bastión y recurso del enemigo, por lo que el estado autóctono deberá reducirla a escombros ahora más que nunca. Es decir, la vida y las condiciones de vida de la población merecen perecer si solo sobrevive y se impone el poder del estado contra su enemigo. Eso aclara las prioridades. Por supuesto, lo mismo puede decirse del estado ruso y de sus pretensiones de poder. Y parece superfluo decirlo porque es exactamente lo que Occidente está diciendo sobre Rusia todo el tiempo, pero de tal manera como si sólo se aplicara al estado ruso y no por igual a sus oponentes occidentales. Sí, obvio que la superpotencia rusa con armas nucleares define su soberanía de forma más ambiciosa que lo está haciendo Ucrania; Rusia hasta ahora no está luchando por su existencia territorial. Pero si uno no lo condena simplemente moralmente como "injusticia", sino que se pregunta por qué los dirigentes rusos consideran necesaria esta guerra, entonces se acaba llegando a la conclusión de que también esta potencia es soberana y define de forma autónoma lo que es y lo que no es compatible con su propia integridad y seguridad nacionales. Rusia no está dispuesta a tolerar una Ucrania-OTAN fuertemente armada en su frontera occidental; lo considera como un ataque a su estatus de potencia mundial, y no quiere que este estatus le sea negado por el constante avance de la alianza militar occidental. Esta es la razón por la que Rusia está sacrificando a masas de población a las que no se les pregunta lo que vale para ellas una potencia mundial rusa.


Vista aérea de Bajmut, Ucrania (2023)

Al mismo tiempo, el poder político en la guerra insiste en la identidad absoluta de sus ciudadanos con el estado, precisamente cuando utiliza sus ciudadanos como material de desgaste para afirmarse como poder: todo lo que el estado ucraniano hace y consigue para sí mismo, lo está haciendo para el pueblo ucraniano. Cada nuevo misil de Occidente que golpea al enemigo salva vidas ucranianas; cada reconquista de un páramo de ruinas, donde nadie puede vivir y casi nadie vive más libera a los ucranianos. El bando ruso está haciendo lo mismo: si destruye la Ucrania y se apropia de algunos de sus oblasts, no es más que protección para la población prorrusa de Donbass, que "cuenta con nosotros y a la que no debemos abandonar" (Putin).

En todas partes del mundo, el que el estado se afirme de su poder contra un enemigo exterior debe entenderse como el cumplimiento de una promesa de protección a las personas que pertenecen al estado; especialmente en Israel, que como estado se fundó y ha seguido expandiéndose tan sólo para proteger a la vida judía en un entorno hostil. La verdad de esta protección consiste en que un estado considera y protege a las personas al igual que el territorio sobre el que gobierna, como su propiedad. Las pretensiones de otro estado de incorporar a esta población o ataques como los de Hamás contra sus ciudadanos, el estado israelí los reconoce como ataques a su soberanía: no puede tolerarlos. Y contra de estos defiende precisamente su soberanía utilizando sus recursos humanos. La protección de sus ciudadanos, que se atribuye a sí mismo como tarea, coincide con su victoria sobre el atacante, o no. No hay otra protección. La identificación establecida entre el estado y las personas sometidas a su régimen no es sólo una mezcolanza propagandística, es la práctica. El poder estatal no sólo proclama a sí mismo, sino hace de sí mismo la primera condición de vida de su población, de manera que no conoce ni reconoce como válida ninguna vida fuera de su mando. Esta relación con sus súbditos la practica el estado también en tiempos de paz: su monopolio sobre el uso de la fuerza obliga a los ciudadanos a renunciar al uso de la fuerza, y así forma la base indispensable para la coexistencia de los ciudadanos dentro de una competición capitalista, y es por eso la primera condición de la vida en la sociedad burguesa. En tiempos de paz, el poder del estado con sus leyes determina los caminos y las oportunidades de la existencia individual. En tiempos de guerra, cuando el estado lleva a cabo una disputa violenta con otro poder estatal competidor y se juega para ella la vida de sus ciudadanos, estos tienen que asumirlo como una defensa de sus condiciones de vida, hasta defensa de sí mismos y de su libertad: Sin su estado, no hay vida, porque no permite ninguna.

Es una ironía brutal: la identidad falsa entre el ser humano y el estado se vuelve verdadera para cualquier súbdito cuando el estado en la guerra con fuerza impone la sumisión total del ser humano bajo el estado. El estado envía a sus soldados al fuego, expone a sus civiles a los bombardeos enemigos, de modo que la supervivencia de los ciudadanos en realidad depende del éxito de sus propias tropas. La confrontación hostil en la que son colocados por su estado les obliga a identificarse con su papel como recurso de poder para la nación. Los soldados se enfrentan a sus oponentes del lado enemigo en una calidad común que todos comparten: seres completamente reducidos a su nacionalidad, que se enfrentan en esta y sólo en esta calidad y así se vuelven peligrosos los unos para los otros. En la más impersonal oposición al otro, al que no conocen y contra quien no tienen nada como ser humano, tienen que disparar más rápido que el otro para salvar sus propias vidas. Y luchando por sus vidas cumplen su función de violento instrumento para su poder político.


Aquí concluye la primera parte del artículo escrito por Gegenstandpunkt y publicado en 2023 

https://es.gegenstandpunkt.com/las-guerras-2023.html


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